lunes, 14 de febrero de 2011

Ensayo de Leo Castillo

Dinero y poesía

(Continuación)

Y Boswell, en su celebérrima Vida del doctor Johnson, a propósito del tratado de Rousseau sobre la desigualdad humana, que Mr. Dempster había opinado que “las ventajas de fortuna y abolengo no significaban nada para el hombre ilustrado.” Y Johnson: “en la sociedad civilizada las ventajas exteriores nos hacen más respetados (…) En la sociedad civilizada el mérito no os servirá tanto como el dinero.” Y proponía este ejercicio: “Salid a la calle, y dad a un hombre una conferencia sobre moral, y a otro un chelín, y ved cuál os brindará mayor respeto”, para concluir con esta amarga confesión: “Cuando andorreaba por las calles de esta ciudad, y era muy pobre, yo era gran defensor de las ventajas de la pobreza; pero al mismo tiempo lamentaba mucho ser pobre.”
En este instante de mi vida, habiéndome entregado a la búsqueda de la belleza y la sabiduría en la medida de mis exiguos recursos, despreciando los bienes materiales, he venido a preguntarme si existe algo que no pudiera haberme granjeado el dinero, la gloria literaria incluso, y si no habría podido ahorrarme tantos quebrantos, miseria y el irrespeto de parte de los parientes de mis amantes, y ciertamente, de haberlo, no doy con ello, y antes he llegado a la certeza acre de ser la pobreza sumo mal y suma de todos mis males. ¿Me cabe acaso alguna duda del imbatible orgullo de mi madre si me viera triunfar, es decir, hacerme rico, sea cual fuere mi papel en el teatro del mundo? En cambio ¡cuánto me cuesta sostener esa inquisidora resignación en sus ojos!
Por su parte estima Horacio: “En verdad, el oro es un rey que nos proporciona crédito, esposa rica, amigos, alcurnia, belleza y hasta el amor y la elocuencia dispensan sus favores al opulento”, aserto que resume Quevedo en el estribillo de su letrilla Poderoso caballero es don Dinero. Pero permítaseme in extenso seguir a Horacio: “El poeta rico en hacienda y capital puesto a interés, reúne a los aduladores en su casa con el aliciente de las dádivas, como el pregonero concita a las turbas para pujar en la almoneda. Si además está en situación de ofrecer un suntuoso banquete, salir fiador de un amigo pobre y sacarlo del atolladero de un pleito ruinoso, ¿será maravilla que no sepa distinguir entre el falso y el verdadero amigo? No constituyas en juez de tus escritos al que rebosa de alegría por las mercedes que le has hecho, o las que piensas hacerle en adelante; pues gritará: ‘¡Magnífico, bravo, soberbio!’ Hasta palidecerá y dejará correr las lágrimas de sus ojos, saltando y haciendo temblar el suelo bajo sus pies. Como los aquilones que lloran en los cortejos fúnebres dicen y hacen mayores extremos que los de veras afligidos, así el adulador aplaude mucho más que quien elogia sinceramente.”
Si la simonía es un grave pecado en el ámbito judeocristiano, usurpar al poeta debiera tipificarse como delito. ¿Qué si, colocando un letrero de cirujano cardiovascular, y falsificando mi diploma, provisto de mi bisturí eliminó tres o cuatro cristianos la primera semana? ¿No me darán acaso cadena perpetua, y en otro país, pena de muerte? Seamos consecuentes, y metamos en chirona al que, mendaz, se dice poeta sin haber verificado las tenaces exigencias que tan sutil iniciación impone. Qué digo, ¡démosle cadena perpetua, colguémosle!
Alguna noche he visto un hombre de éxito, profesional boyante, de carrazo y penthouse, desbarrar ante un público que celebraba cada necedad que leía, ovacionaban sus versos muertos. Había logrado reunir en verdad una notable concurrencia, entre la que se contaban médicos, abogados, académicos, algún periodista… Su presentador (y maldita la idea que de arte poética tiene), lo definió (¡ay, Apolo invicto!) como el padre de las Musas, ni siquiera el hijo; pero, ¿qué le importa a ese “poeta” el despropósito? No se cambiaba por nadie, puesto que el más reciente de sus caprichos de jubiloso jubilado gozando de una bonita renta, el de hacerse llamar poeta, estaba consumado. ¿Qué se le ocurriría ser la mañana siguiente a este frívolo asno cargado de oro, aparte de cagarse en Cátulo, en Villon, o en César Vallejo?

Morir en la miseria no es, que yo sepa, el propósito de ningún poeta, y ni la pobreza ni la locura hacen mejor vate que el conocimiento y la aplicación honestos, aunque Demócrito excluya del Helicón a los poetas que tienen sana la cabeza; también que (y este es el extremo opuesto) “muchos de ellos descuidan cortarse las uñas y la barba, se retiran a la soledad y huyen de los baños, creyendo alcanzar el nombre y la fama del poeta con negarse a poner en manos del barbero Licinio sus cabezas imposibles de curar con el eléboro que producen las tres Antirias”, para retomar a Horacio. El arte suscita la envidia de ese magnate que se eriza de espanto ante la pasión de un Van Gogh o el enigmático ministerio cuasi satánico de un Lautréamont. La poesía, dijo un compatriota, tiene sus cuchillos. Escucho al más opulento de los poetas, hijo a su vez de un poeta opulento, declarar apesadumbrado ante el hostil resplandor de la verdad que “quien añade ciencia añade dolor.”
El artista en su humilde taller rumia ese pan ácimo que “la vida parva” en una civilización enteramente materialista le arroja despectiva. Más, ¡epa!, nadie sabe por qué rara operación ese pedestre alimento viene a ser como finísimo alpiste en tu pico de oro, poeta que transmutas tu dolor en exquisiteces estéticas para los aristócratas del espíritu.
Lector maldito (vid. Quevedo), ve tras tus monedas, mercenario, anda y vende tu aplauso; pero sabe, belitre, que hay una dignidad inalcanzable al ruin interés escuetamente mundano: la condición de miembro de “la ciudad de las ideas” de que habla Kavafis.

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