PREGUNTAS
...Mamá levantó las cejas y volvió a sonreír mientras me limpiaba los codos con un algodón. Camila salió güerita porque abueleó, y no hagan caso de esos chismes porque tu papá nos va a poner una buena cueriza, ya lo conoces, mejor ni le busquen. ¿Por qué yo no tengo ojos claros? Ay, ya m’hijito, y no me marees con tanta pregunta; vete a casa de la Lucy. Pero quiero ver a mi tío, contesté. Hoy no va a venir. ¿Por qué? Porque no puede. ¿Por qué no? Porque no, y punto. ¿Y mis dulces? No seas pedinche, y vete a cuidar a Camila. Mamá tiró el algodón en la bolsa de basura y se puso a buscar algo en su bolsa de maquillaje. Que ya te vayas, Pepito, que vienen mis comadres a jugar barajas. Me salí al patio y me puse a dar vueltas por toda la vecindad para ver qué se traía mi mamá, porque no le creí nada de lo que me había dicho. Me acerqué de puntitas a una ventana rota que da al único cuarto: mamá se pintaba los labios luego de acomodarse el vestido blanco. ¡Seguro mi tío Joel llegaría en cualquier momento! Corrí a la casa del Pancho pa’ meterme abajo del lavadero. Pasaron cinco minutos, y nada. A los diez minutos, el perro de la pulquería se acercó y casi salpica mis tenis rotos. Ya iba a salirme del escondite cuando vi llegar a mi tío Joel con una bolsa llena de dulces pero sin ramo de rosas. Mamá abrió la puerta pa’ recibirlo y la cerró casi de inmediato. Caminé de puntitas pa’ parar bien las antenas. ¿Cómo que ya no? Era la voz de mi mamá. ¡Pero no puedes hacerme esto! Mi tío hablaba demasiado bajito pa’ entender sus respuestas. ¡Pero si es tuya, Joel! ¿O qué, no la ves? Es igualita a ti... No, a nadie. Mi hermana es la única que se las huele, pero yo no he soltado prenda. Ya sé, Joel. Que ya sé, te digo. Mamá soltó una carcajada. Ah, está encantadísimo con su niña de ojos verdes. Ajá. Y quiere ver si el tercero también abuelea... ¿Qué dices, Jo?, ¿te quieres aventar el tercero? La risa de mamá llenó toda la casa, pero luego se hizo el silencio. Esperé cinco minutos a ver si lograba escuchar más, pero no. Nada. Me asomé de nuevo por el hueco de la ventana, pero el cuarto estaba a oscuras. Pegué otra vez la oreja a la puerta, pero luego de quince minutos sólo escuché risitas y susurros. Me puse a dar vueltas en el patio de lo aburrido que estaba; luego el Pancho me gritó pa’ jugar a las canicas y le gané como diez rondas. La puerta de la casa seguía cerrada con llave. Me asomé de nuevo por la ventana rota: mi tío estaba acostado en la cama y veía la tele mientras encendía un puro de Cuba. ‘uta. Mi papá guardaba esos puros hasta mero arriba del librero. No más de pensar en lo furioso que se iba a poner... Ya lo estaba viendo con el cinturón en la mano, con una chancla o con la plancha o con un gancho metálico. ¿Quién se fumó mis cigarros, jijos de su? Ya me estaba imaginando también a mamá chillando a mares, cubriéndonos con su cuerpo pa’ que los golpes no nos tocaran. Mamá entró al cuarto y se sentó en la cama. ¿El viernes, a la misma hora? Mamá dejó un cenicero limpio sobre el pecho sin camisa y sin corbata. ¿Otra chela? Tengo que irme; mi mujer está empezando a hacer preguntas. ¿No que la ibas a dejar? Mi tío levantó los hombros, pero ya no alcancé a escuchar más porque sentí que me agarraban bien fuerte de los pelos. ¿Qué haces, cochino? Era mi papá. ¿Qué tanto ves, cabrón? Me soltó del cabello y me empujó contra la pared. Me dejé caer al piso. ¿Salió temprano, ‘apá? Pero qué chingaos te importa, mocoso. ¿Qué haces espiando a tu madre?, ¿y la Camila? Pos córrele por ella, que me salí en friega pa’ partírsela al Júpiter. ¡A mi niña nadie me la toca!, dijo mi jefe mientras sacaba su navaja suiza... ¡’uta y re ’utísima! Me levanté como chiflido pa’ que no me partieran ni madres a mí. Corrí hasta que estuve fuera de la vecindad, corrí hasta alcanzar la avenida y seguí corriendo hasta que llegué a casa de Lucy. Toqué el timbre varias veces. Camila abrió la puerta. Le expliqué rápidamente lo que había sucedido, me tomó de la mano y nos fuimos corriendo hasta salir del condominio horizontal, hasta salir del barrio rico y hasta llegar a nuestro patio mugriento. Las luces de la casa estaban apagadas. La puerta de metal se abrió con un rechinido. Camila y yo nos miramos: papá había enrollado el tapete de la sala y arrastraba el bulto al patio. Mamá, echada en el piso, sollozaba en silencio. Su vestido blanco del viernes ahora tenía una gran mancha.
Ninguno de los cuatro volvió a mencionar una sola palabra al respecto.
Escritora Jéssica de la Portilla Montaño
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