viernes, 5 de febrero de 2010

BAJO LA LUZ DE UN FAROL

(continuación)

El novio pensó en salir a su encuentro para protegerla, pero en eso, la chica, que estaba por llegar a donde el vago, dio la media vuelta y comenzó a correr hacia el estacionamiento otra vez mientras el hombre de tres zancadas, la alcanzaba, justo debajo del único farol encendido en medio del pasaje.

Al muchacho se le paralizó el corazón del miedo mientras lo miraba rodeando a la chica por la cintura con una mano para sujetarla, mientras con la otra le abría la blusa con violencia dejando los senos a la vista.

La recorría con la lengua y con las manos despojándola hábilmente de la ropa mientras con violencia la poseía, en tanto ella, que al principio parecía querer escapar a toda costa presa de la angustia y la desesperación, ahora lo acariciaba con la misma fiereza y lujuria apretándose contra él con entrega total, dejándose penetrar sin recato ni precaución. Sin importarle que alguien pasara y los viera. Y sin embargo, la calle estaba vacía, los luces de todos los departamentos y las casas apagadas. Casi podía escuchar los gemidos de ella hasta allá.

Estaba petrificado por la sorpresa, el coraje, la excitación que aquello le provocaba.

Sin poder soportar más, con los ojos llenos de lágrimas salió del departamento sin cerrar la puerta de entrada y corrió escaleras abajo. La encontró en el acceso principal al edificio. Iba acomodándose la ropa, aún estaba sudorosa y respiraba aceleradamente.

Se quedaron viendo unos segundos, él, con asco, ella, con sorpresa. El estudiante salió de ahí sin dirigirle la palabra, sin mirarla, deseando no verla jamás. Sintió la brisa en su rostro y eso lo hizo sentirse mejor. Atravesó el jardín y llegó hasta el callejón. El tipejo se había ido. No se veía ni un alma en el lugar, sus pasos sonaban al caminar: pam, pam.

De pronto, un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Caminó con más rapidez, pasó el farol encendido a la mitad, miraba el piso mientras avanzaba. De repente alzó la vista. No sabía de dónde había salido esa mujer. Estaba seguro de que no estaba ahí antes.

Comenzó a caminar hacia él mientras contoneaba las caderas y hacía sonar una especie de látigo que llevaba en las manos. Calzaba tacones altos y un leotardo escotado que dejaba casi al descubierto sus enormes y torneados senos que permanecían firmes mientras ella llegaba hacía él cortándole el paso. Lo obligó a retroceder, al llegar debajo del farol, la miró a los ojos. El cabello rojo le caía sobre los hombros, los labios encarnados color carmín se entreabrían provocativamente. Fue entonces cuando supo que no tenía escapatoria. El látigo estalló en el piso junto él obligándolo a recargarse en la pared.

Mientras tanto, la silueta de una mujer detrás de las cortinas del ventanal del quinto piso en el edificio frente al callejón permanecía inmóvil observando la escena.

Por Elena Ortiz Muñiz (México)

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